miércoles, 5 de octubre de 2011

Ciudades para hacer ciudadanía

 Beatriz Gimeno

En mi opinión una de las cosas más interesantes que ha traído el M15M ha sido la recuperación de los espacios públicos para la discusión política entre los ciudadanos; me refiero a las asambleas populares, tanto la que se celebra en Sol casi permanentemente como en distintos lugares de la ciudad, por los barrios. Como respuesta a esta pacífica ocupación, cada vez  con mayor fuerza y arbitrariedad  -y lo veremos más aun según crezcan las protestas-, el estado intenta controlar/reprimir esta explosión cívica; en España desde luego y en el resto del mundo también.  El otro día la policía prohibía incluso repartir información acerca de la huelga del profesorado y hemos visto como, por momentos, se ha prohibido de manera arbitraria pasar por Sol o por distintos puntos de la ciudad, según le pareciera a los poderes públicos que ese lugar en concreto no debía ser ocupado y ni siquiera transitado: la Bolsa, las cercanías del Congreso etc.   

La ciudad debería ser un espacio abierto al ejercicio de la ciudadanía y “ciudadanía” es un concepto político que sólo se entiende en el espacio físico de la ciudad. Y sin embargo contamos con cada vez menos espacios para hablar, para discutir, para vernos, para interrelacionar políticamente con otros y otras, para escuchar opiniones distintas y valiosas; vivimos inmersos en micromundos en los que sólo nos relacionamos con los que son muy afines. En las modernas ciudades no sabemos dónde está la gente, qué opina, no es fácil hacer propuestas conjuntas, vernos.  No hay espacios para el debate político que hemos dejado en manos de partidos e instituciones, no hay medios, no hay facilidades para hablar, debatir, escuchar…la propia estructura de la ciudad nos va alejando, cada vez más, del ejercicio de la ciudadanía activa.
El hecho de que no haya espacios para la política en su sentido más primegenio, ciudadanos que se reunen y debaten, no es inocente. Al poder no le gusta que andemos discutiendo sobre lo que el poder hace. Por eso el urbanismo actual ha convertido las ciudades en espacios en los que es muy difícil comunicarse. Son espacios que garantizan ciudadanos ensimismados en sus propias vidas y las de sus pequeñas familias, son ciudades “de uno en uno” que tienen como fin último individualizar en lo posible la convivencia, meter a los ciudadanos/as en compartimentos estancos que se relacionen entre ellos lo menos posible: de casa al trabajo, del trabajo a casa, el ocio en el centro comercial y las únicas relaciones, si acaso, con el vecino de al lado que será, seguramente, muy parecido  a nosotros. Los centros urbanos, los tradicionales lugares de convivencia ciudadana,  se vacían para ser ocupados por empresas y por transeúntes que compran o trabajan y a los que se supone que les molesta cualquier otro uso de ese espacio. Y los barrios se vacían también de los tradicionales espacios de vida para que cada uno se refugie en su espacio individual, jardín privado o comunitario incluidos, del que sólo se sale al centro comercial o a espacios de ocio previamente codificados. 

Estas ciudades dormitorio o esta proliferación de viviendas unifamiliares hasta el infinito, además de destrozar el paisaje,  son espacios sin voluntad cívica de ninguna clase y una muestra de la ideología neoliberal del individualismo reflejado en el urbanismo. Por eso, volver a la ciudad, sentarse en el suelo y escuchar lo que otra mucha gente tiene que decir, es un ejercicio de ciudadanía insólito pero que lleva en sí mismo la semilla del cambio. Aunque sólo sea porque es devolver a la ciudad la función para la que la ciudad fue creada: hacer ciudadanía. 

http://beatrizgimeno.es/

martes, 4 de octubre de 2011

La pecera de Mónica.


Monica cerró la puerta a sus espaldas, ¿silencio? No, de fondo como una banda sonora permanente algún elemento domótico bullía demostrando vitalidad y energía. Definitivamente era imposible escapar de ese ambiente frío y electrónico que lo envuelve todo. Sonidos, ruidos, luces y neones, configuraban todo lo que había detrás de esa lámina metálica y rugosa sobre la que se apoyaba.

De repente, se sentía harta de la rutina, de una ciudad que convertida en un gran hormiguero se retorcía y construía hacia a dentro a lo largo de galerías y espacios interconectados, pero impermeables al exterior. Acurrucada en un rincón intentó imaginar qué se escondía por encima de las galerías infinitas del metro,  más allá del horizonte gris plomizo recortado por los rascacielos, o incluso detrás de las falsas imágenes proyectadas sobre lo que decían ser ventanas.

Trabajar, ahorrar, consumir, comprar parecían los principios básicos para llegar a la felicidad. Felicidad individual por supuesto. La soledad había dejado de ser un problema, bastaba con cambiar de perspectiva y plantearla como una herramienta más del éxito laboral y personal, sin ataduras no había contratiempos que no fueran los de uno mismo.
 
Entonces recordó las historias que contaba su madre, balanceándose en una mecedora, rodeada de viejos recuerdos, recortes de periódicos amarillentos y fotografías y postales configurando un recargado escenario: un hábitat propio construido para cuidarse y envolverse. Desgranando poco a poco los recuerdos se dio cuenta que ya no quedaban ni las plazas, ni los parques, menos aun los jardines, espacio público donde reunirse, reírse, disfrutar o jugar sin mediar permisos, dinero o presiones. Pasear era un verbo en desuso, un ejercicio imposible sino era con un destino fijo bajo los fluorescentes de los pasillos infinitos reflejando siluetas anónimas en pareces nacaradas. Los gritos de los niños jugando desde hacía años eran piezas valiosas de las sonotecas, que en la oscuridad acercaban a los escuchantes a tiempos en los que una caja de cartón podía ser un coche o un muñeco cobrar vida y el balón, el sueño de varias generaciones de muchachos. Los destellos de las salas de recreativos, sustituían la luz del Sol, pitidos y sirenas alentaban a los chavales a invertir sus ahorros en lo que la publicidad dictaba esa temporada que era la actividad de ocio. 

Salmou, como otras muchas personas, buscaban consuelo al desarraigo en herramientas ancestrales que ni la sociedad de consumo ni el desarrollo había sido capaz de superar. Las bibliotecas pero también las salas de oración reverberaban en sus paredes los enunciados contenidos en el papel, enfrentándose unos con a otros. Sentimientos encontrados inundaron el corazón de Mónica cuando esa mañana entró con su amigo a aquel lugar. Rezumaban vejez aquel espacio, que difícilmente era capaz de integrase con el entorno.  Los volúmenes originales, recortados por la necesidad del progreso se suplían con reflejos, proyecciones o espejos, que volvían más irreal si cabe aquel lugar.


Escapar, ese era su plan. Llevaba tiempo dándole vueltas: irse,  olvidarse de los túneles interminables, de las galerías comerciales, del aire cargado. Quería sentir el viento, la lluvia, el sol. Escondida en su pequeño refugio,  acogedor y cálido, a pesar de sus límites difusos y luz potente se puso a idear un plan. Lo tenía decidido, ahora que Salmou estaba a su lado, estaba animada a irse.

Antes de quedarse dormida se acordó del nuevo compañero que había comprado para su solitario pez en uno de esos locales de atmósfera submarina. Una vez dentro de la pecera, el nuevo inquilino no parecía muy desorientado en el desconocido entorno. Necesitaría una temporada para habituarse al cambiante reino subacuatico con el que Mónica se consolaba haciendo y deshaciendo. "No vaya ser que mi amigo con branquias se aburra de la misma ambientación" se decía autoengañándose.

Otro día pensaría como llevárselos con ella.

Identidad y Proyecto


Había una vez una princesa que tenía un castillo, un gato y un enamorado...
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Quizás, lo que más defina el ser princesa es el castillo. Porque ¿cómo se puede ser princesa y no tener castillo? ¿Cómo se puede tener identidad y no tener un sitio donde poderse reconocer, un sitio donde estar y, por lo tanto, ser?
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Hacer arquitectura es una manera de estar en el mundo. Pascuala Campos de Michelena